Suelo ser bastante elocuente en mis comentarios, cuando de valorar un restaurante se trata, y en este caso tampoco voy a escatimar en facundia. Supongamos que quieres ir a Campanillas, a despedirte del lugar entregando las llaves del piso en el que has estado viviendo los últimos diez meses, y decides llevar contigo a tus padres. Lo habitual en esta tesitura sería invitarlos a comer, como cloenda a esa singladura que ha tocado a su fin, a algún local que conozcas, del que tengas la indubitable y absoluta certeza de que será una experiencia sublime. Pues hete aquí que, habida cuenta de que tampoco te has prodigado mucho por los restaurantes de la zona, por mor de tus circunstancias, apuestas por buscar en la red un enclave que concite buena parte de las conciencias a su favor, unanimidad favorable que queda patente a través, precisamente, de comentarios como el que este escribiente no puede sino plasmar. Y así es, encuentras un Mesón Piqueras que, tras diez luengos(o exiguos, depende como se vea) meses, te había pasado desapercibido merced a su localización, discreta y al margen del mundanal ruido. Amén de alguna valoración negativa, la mayor parte de ellas son un panegírico glosando las virtudes del local, una loa de todo lo que puede evaluarse de un restaurante: calidad de la comida, ejecución, sabor, atención, propuesta original, cantidad...y lo más prosaico, pero no menos importante, el precio. Otrosí, las fotos, de las que se suele decir que valen más que mil palabras, no dejan lugar a dudas: cuando las observas, salivas cual perro de Pavlov, y tu estómago se venga de tí de manera contundente. Le brindas pues la oportunidad, y te aventuras a lo desconocido, y ¿cuál es el resultado? Simplemente tengo que espetar a todos cuantos han valorado positivamente porque se han quedado muy lejos de hacer verdadera justicia del calibre de esos atributos a los que hacía alusión: calidad de la comida, cantidad, servicio, atención, amabilidad, ejecución de los platos, propuesta gastronómica, sabor...ABSOLUTAMENTE SOBERBIO. Una tempura de verduras perfecta, sin una gota de aceite y con una textura que hacía temblar la duramadre de mis dientes; una berenjena frita sencillamente sublime, tersa, con un rebozado fuera de lo común, un sabor y crujido ignotos, y sin un adarme del aceite en que supuestamente se había frito; un costillar cuya osamenta se desprendía sin más que amagar con el tenedor, y cuya carne se deshacía con sólo amenazarla con el mismo cubierto; un solomillo que saciaba el apetito con tan sólo mirarlo, y unas croquetas de rabo de toro cuya receta y ejecución deben ser un arcano guardado bajo llave.
Si digo fruición a lo crápula sibarita, me quedo corto. Sólo lamento una cosa: haberlo descubierto ahora que me he marchado de Málaga. Eso sí, prometo volver, y siempre cumplo lo que prometo, porque a fe mía que propuestas como la hamburguesa en ¡un donut! o la ensalada Piqueras no me voy a quedar sin probarlas.
En fin: para ayer es tarde si os estáis planteando ir.
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